Aguantar en silencio no es resiliencia

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By admin

La resiliencia, sin que hubiera un periodo menos intenso, se convirtió en resistencia y me volví experta en reprimir mi propia vulnerabilidad e incomodidad antes de siquiera sentirlo. Me convertí en alguien que podía vivir donde fuera, entablar amistad con quien fuera, ser cualquier persona, hacer cualquier cosa… cuanto más difícil, mejor.

Y eran estas cualidades exactas las que me elogiaban. “No hay que preocuparse por ella”, la gente les decía a mis padres, y todos se llenaban de orgullo. Si nadie me entendía, aprendía otro idioma. Si mi acento era un obstáculo, entonces —¡zas!— de repente ya sonaba como estadounidense. Si un mes mi cuenta bancaria tenía un sobregiro de 900 dólares, me las arreglaba para revertirlo.

Perseguía el objetivo de triunfar en cosas que parecían imposibles, lo que me llevó a la industria del entretenimiento. Poder descifrar los códigos hasta llegar a su impenetrable mundo me hizo pensar que yo estaba ganando y prosperando hasta que esas conversaciones con mi jefa comenzaron a echar abajo esa percepción. Me di cuenta de que tenía un trabajo de ensueño… pero que no era para mí.

Cuando ella insinuó que podía ser más feliz, que podía concebir una vida adecuada para mí y conseguirla, mi mente se quedó en blanco. Había ignorado mis sentimientos con el fin de completar mi siguiente objetivo, la universidad, la facultad de Derecho, un empleo prestigioso. Mi infancia itinerante me preparó para buscar la estabilidad por sobre todas las cosas, pero, ¿y mis sueños? “¿No te gustaría escribir algunos libros y quizás tener hijos?”, preguntó como de pasada; yo me quedé atónita. Sonaba perfecto. Pero la idea de buscar la felicidad de manera activa era aterradora. ¿Qué tal si fracasaba?

Había pasado tanto tiempo asediada por las oleadas de acontecimientos externos, que cuando se tranquilizaron, no supe qué hacer. En términos técnicos, una vida entera de resistencia me había convencido de que yo era tan fuerte que podía manejar cualquier cosa. Pero yo no quería hacerlo. Así que, por primera vez, me di permiso de decirlo. No sabía si habría una actividad profesional que pudiera hacerme más feliz, pero valía la pena buscarla.

Solo sabía que mi amor verdadero eran la lectura y los escritores. Sabía que me hacían feliz las palabras sobre el papel y quise tener más de esa sensación. La alegría que sentía al hablar sobre las ideas, ayudar a dar forma a esas ideas para convertirlas en un guion y llevarlas a la pantalla se convirtió en mi nuevo objetivo. De pronto me pareció que era muy simple y valioso no solo vivir para sobrevivir… haber creado el espacio para pensar sobre lo que era bueno para mí.

Participé en trabajos de producción y tuve un bebé. Pero pronto sentí que se volvía a colar esa antigua insatisfacción, la de hacer realidad los sueños de otras personas, pero no los míos. Y esta vez confié en mis sentimientos lo suficiente como para no dejarlos de lado. No era el tipo de desafío que quería enfrentar; era un reto que exigía que viera con claridad dentro de mí misma. El placer que obtenía del trabajo había logrado debilitar el duro caparazón de mi resistencia, había dejado que la felicidad se colara por sus fisuras y arrojado una luz sobre el malestar que lo ayudaba a salir. Sin embargo, todavía no podía aceptar lo que quería.

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